
Solo una vez menciono su nombre, en alguna ocasión hizo alusión a la Montaña de Mourne, hacía el norte, sus antepasados según conto, eran llamados Éire por las tribus circundantes, venía según decía de “la tierra del invierno”. Eran tiempos en que magos, hechiceras y místicos recorrían los caminos, pero ella siempre se mantuvo al margen y no daba evidencia que diese lugar a la sospecha. Guardaba celosamente un símbolo celestial que se decía poseía la misma fuerza del universo y cuya creación era atribuida a los propios dioses quienes lo entregaron a los hombres para la protección de las generaciones futuras. De entre todos ellos el sabio druida Ajkhna fue el seleccionado para dicha custodia y de sus manos pasó generación tras generación, trece fueron quienes lo poseyeron hasta que llegó a Leeto.
El símbolo divino que colgaba de su
cuello bajaba en forma suave sobre su pecho emanando un resplandor que ni la
vista más desprevenida podría haberlo ignorado. El rey, conmovido por la fugaz mirada
que le había dado al objeto pidió a la viajera que le dejara observar en forma
más detenida aquella pieza. Sus manos temblaban, su respiración agitada y el
sudor que cubría su frente, su boca meciéndose, tan descontrolada como un barco
en medio de una tormenta de alta mar, la aprensiva codicia que sentía subir
desde sus pies se estaba apoderando de su razón. Sus oídos, casi sordos, apenas
llegaban a percibir algún sonido hundidos perdidamente en una profunda sensación
de vacío, todo su cuerpo se hallaba en un trance que lo desconectaba de su
mente hasta que se abalanzo en forma violenta en busca del colgante que ella
tomo con su mano derecha y sin quitar la mirada de los ojos del monarca lo
guardo entre sus ropas, ni por un segundo pestaño y dijo:
-Magnifico rey, conozco tu corazón. Sé que eres noble monarca y que provienes de un distinguido linaje, paseando por las veredas de tus dominios pude ver la justicia de tus actos en los ojos de quienes te sirven, observe que desde el sur hasta el norte, desde donde nace la lumbrera del día hasta donde se oculta no hay quien tenga menos de lo que merece y aún más, pero también sé que habrá sangre en tus manos y que tú, de inocencia, ya no estarás libre.
-Magnifico rey, conozco tu corazón. Sé que eres noble monarca y que provienes de un distinguido linaje, paseando por las veredas de tus dominios pude ver la justicia de tus actos en los ojos de quienes te sirven, observe que desde el sur hasta el norte, desde donde nace la lumbrera del día hasta donde se oculta no hay quien tenga menos de lo que merece y aún más, pero también sé que habrá sangre en tus manos y que tú, de inocencia, ya no estarás libre.
El rey miro a la
blanca mujer y de sus pupilas desapareció esa pequeña luz que da vida al
espíritu del hombre para ocultarse en el fondo de sus ojos. Esa noche fue
imposible para Rohandrim - rey de Irlanda – conciliar el sueño, el pérfido
símbolo había quedado grabado a fuego en su mente, paso toda la noche en vela
deliberando consigo mismo sobre como se haría con él. Por su cabeza corrieron
en furioso vuelo todo tipo de cavilaciones, pensó en ofrecer todo cuanto
pudiese ser ofrecido con tal de ser su poseedor, pensó en robarlo, pensó en
tomarlo por la fuerza, pensó en matar… al cantar del gallo estaba decidido, la
salida del sol anunciaba una roja mañana, sin perder más tiempo se dirigió
apresuradamente hacia la habitación en que se hallaba la viajera, pero no pudo
hallarla allí. Se había ido.
Su mirada ya perdida por el suplicio
se ennegreció, su rostro perdió el color, se veía apagado, los delirios comenzaron
un par de días después, ningún ser humano debe sufrir lo que este sufrió, para
él, los materiales con que se fabrico el pernicioso símbolo fueron tomados de
la misma cantera del infierno y forjado con el propio fuego del tártaro, y de
ser necesario descendería hasta los mismos abismos para quitárselo de las manos
al propio Lucifer.
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